Por María Fernanda Maya
Hablar de corrupción en Colombia no es una novedad. Es, lamentablemente, casi una parte del paisaje político, una mala costumbre enquistada en el ejercicio del poder público. El documento ¿Qué se entiende por corrupción? nos recuerda con crudeza que no se trata solo de un delito, sino de una práctica cultural tolerada, reproducida y, en muchos casos, normalizada. Un vicio que se infiltra en la cotidianidad del Estado y que erosiona no solo las finanzas públicas, sino la esperanza misma de una ciudadanía mejor.
La definición más sencilla y contundente es también la más lapidaria: la corrupción es el abuso del poder público en beneficio privado. No necesita robarse un millón de pesos para ser corrupción; basta con desviar una decisión, manipular una licitación, ocultar una oportunidad, abusar de la influencia o traicionar el deber para obtener beneficios personales, políticos o de prestigio. El daño no es solo económico: es moral, institucional y social.
Lo más alarmante del texto es su advertencia sobre cómo la corrupción, más que un problema de algunos funcionarios se convierte en una responsabilidad colectiva. No podemos seguir viéndola como una falla de “los políticos de siempre”, sino como un reflejo de una sociedad que, en muchos casos, prefiere callar, acomodarse o incluso participar, por acción u omisión, en estas redes de poder. Cuando los ciudadanos no denuncian, no vigilan, no exigen; cuando los votos se entregan a cambio de favores o los silencios se compran con contratos, la corrupción se institucionaliza.
El llamado a abrir buzones de denuncias, a ejercer control social, a volver a creer en la función pública, no puede quedarse en la retórica. Debe ser una acción política, pedagógica y ética permanente. El sur de Colombia, donde los recursos son más escasos y las necesidades más urgentes, no puede seguir pagando el precio de esa vieja costumbre llamada corrupción.
Si la corrupción es el obstáculo más devastador para el desarrollo, como afirma Peter Eigen, entonces combatirla no puede ser tarea secundaria. Nos estamos jugando la posibilidad de vivir con dignidad. En Nariño, como en toda Colombia, debemos pasar del hartazgo a la acción. No más indiferencia: denunciar, vigilar, exigir y, sobre todo, construir una cultura donde el bien público no se venda al mejor postor. Solo así dejaremos de acostumbrarnos a perder.