Más de 6.800 estudiantes extranjeros podrían verse forzados a abandonar la universidad de Harvard tras una decisión del Departamento de Seguridad Nacional. La universidad advierte sobre un golpe devastador a su misión académica y a su diversidad global.
La Universidad de Harvard vive horas de caos y desconcierto luego de que el gobierno de Donald Trump revocara su autorización para matricular estudiantes internacionales, una decisión que afecta de manera directa a más de una cuarta parte de su comunidad académica y que amenaza con transformar profundamente la identidad de una de las instituciones educativas más prestigiosas del mundo.
El anuncio, hecho por la secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem, tomó por sorpresa a estudiantes y directivos. Ocurrió apenas minutos después de una ceremonia en la que funcionarios de la Oficina Internacional de Harvard celebraban con estudiantes de último año sus logros académicos. La noticia cayó como un balde de agua fría, sumiendo a miles de alumnos extranjeros en la incertidumbre.
“No puedo creer que esto esté pasando”, dijo Karl Molden, estudiante austríaco, al describir la sensación generalizada entre sus compañeros: miedo, tristeza y una enorme frustración.
La disputa entre Harvard y la administración Trump, llevó en abril a congelar más de 2 mil millones de dólares en subvenciones a la universidad tras su negativa a modificar políticas de contratación, admisión y currículo. Harvard respondió con una demanda ante un tribunal federal, pero el conflicto ha escalado rápidamente. La revocatoria de la matrícula internacional representa el golpe más grave hasta ahora.
La universidad advierte que la decisión impactará especialmente a sus programas de posgrado, donde el peso de los estudiantes internacionales es mayor: representan el 59 % en la Escuela de Gobierno Kennedy, el 40 % en la Escuela de Salud Pública y el 35 % en la Escuela de Negocios.
“Esto destruirá la universidad tal como la conocemos”, afirmó la profesora Kirsten Weld, presidenta de la sección local de la Asociación Americana de Profesores Universitarios. “Harvard está ubicada en EE. UU., pero su alma es internacional”.
Más allá de lo académico, los estudiantes internacionales también aportan financieramente, no califican para ayudas federales y, en general, pagan más, lo que los convierte en una fuente clave de ingresos para la universidad.
El impacto emocional también es profundo. Sarah Davis, australiana, teme no poder obtener su título o conservar el trabajo que le ofrecieron tras graduarse. Alfred Williamson, de Gales, considera transferirse a una universidad europea. Maria Kuznetsova, de Rusia, dice que la medida le recuerda las restricciones de su país de origen.
La reacción entre estudiantes estadounidenses no ha sido menor. Caleb N. Thompson, copresidente del cuerpo estudiantil de pregrado, calificó la acción del gobierno como “un ataque flagrante e inaceptable”. Aseguró que la vida en el campus será irreconocible sin la presencia de alumnos de otros países.
Mientras algunos confían en que Harvard librará la batalla legal, otros ya se preparan para lo peor: mudanzas, transferencias y cancelación de planes de trabajo. “Nos están usando como peones”, denunció uno de los estudiantes afectados.
Con esta decisión, la administración Trump pone en juego no solo el futuro de miles de jóvenes, sino también el prestigio y la esencia global del sistema universitario estadounidense. La comunidad de Harvard, entre la perplejidad y la indignación, enfrenta ahora una de las crisis más profundas en su historia reciente.