Por: Carlos Sánchez
En Colombia, la democracia representativa ha sido secuestrada por una clase política tradicional que no representa los intereses del pueblo, sino los de su bolsillo.
El Congreso de la República, que debería ser un espacio de deliberación ética y política al servicio del bienestar común, es un mercado de votos, favores y contratos, donde los principios son mercancía y la ideología, un disfraz desechable.
No hay diferencia sustancial entre políticos cuando se trata de repartirse el botín del Estado. Las bancadas, muchas veces enfrentadas en el discurso, terminan aliadas tras bambalinas en el reparto de cuotas burocráticas, contratos públicos y beneficios legislativos que favorecen a los grandes intereses económicos y a sus propias redes clientelares.
Las leyes que se aprueban, o se hunden, obedecen menos a un debate serio sobre sus implicaciones sociales y mucho más a la contabilidad del soborno: ¿cuánto se gana por votar sí, cuánto por votar no, o incluso por ausentarse?
Este funcionamiento cínico del poder ha convertido al Congreso en un escenario de chantaje institucionalizado. El gobierno de turno —sea cual sea su color político— negocia con operadores políticos que controlan bloques parlamentarios como si fueran acciones en bolsa. Cada proyecto de ley es una oportunidad para negociar prebendas, cada reforma una puja por más poder, cada presupuesto una subasta.
Mientras tanto, la población ve cómo se deterioran la educación pública, la salud, el trabajo digno y los derechos fundamentales. Pero para los congresistas tradicionales, eso no tiene importancia. Su clientela política no se alimenta de justicia social, sino de la pobreza que les garantiza dependencia, del asistencialismo que ellos administran como un botín, del desempleo que convierte cada contrato estatal en una herramienta de control.
Colombia necesita una transformación profunda de su sistema político. No bastan reformas cosméticas ni ajustes normativos. Hace falta una regeneración ética de la política, una ruptura con las lógicas de la corrupción institucionalizada y una movilización ciudadana que deje de tolerar esta farsa disfrazada de democracia.
Mientras el Congreso siga siendo el escenario donde se comercia el destino del país como si fuera un centro comercial, la soberanía popular seguirá siendo una mentira repetida en cada elección.
La verdadera democracia está en otra parte, en las calles que se llenen de creatividad social, en los territorios que resisten y en las voces que ya no quieren ser representadas por quienes solo se representan a sí mismos.
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